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El Salvador

por José M. Garay

El cielo azul estaba totalmente despejado y las estrellas brillaban como nunca antes. Pero había una, en particular, que era la más luminosa de todas. Desde el campo, se le veía proyectando su haz de luz directamente sobre la ciudad de Belén. Mientras los pastores caminaban hacia allá —con antorchas en la mano—, ninguno decía una sola palabra. Todos sabían, por alguna extraña razón, que debían seguir a esa estrella. El rebaño también venía con ellos, formando entre todos una larga fila de luces titilantes.

Cuando llegaron a las afueras de Belén, vieron que las calles estaban vacías. El padre de Jacob señaló un viejo establo:
—¡Miren hacia allá! —exclamó sorprendido, al ver que había luz en su interior.
—¿Recuerdan que el mensajero de Dios dijo que encontraríamos al Salvador en un pesebre? —preguntó uno de los hombres.
—¡Vayamos a ver! —respondió el humilde pastor; y dirigiéndose a su hijo, le dijo:
—Jacob, tú te quedarás aquí con el rebaño.

Jacob no entendía lo que estaba pasando. Los pastores habían mencionado a un salvador; “¿Se referirán acaso al Salvador anunciado en la antigua profecía?”, pensaba. El niño sabía que en ese momento debía obedecer a su padre sin discutir. Así que se quedó allí, observando a los pastores acercarse lentamente al viejo establo.

Entonces, vio cómo a medida que llegaban a la entrada, se iban arrodillando ante lo que veían. Su padre volteó hacia él y le hizo la señal de que podía acercarse. Jacob, totalmente sorprendido, comenzó a caminar hacia allá. Mientras se acercaba, trataba de ver lo que había dentro del establo, pero los pastores le tapaban la vista. Con dificultad, pudo ver un buey y una mula en la parte de atrás.

Cuando ya casi estaba en la entrada, a pocos metros, vio que en el interior había una joven muy bonita, recostada sobre un montículo de paja; y a su lado, en un pesebre de madera, un recién nacido envuelto en pañales. Un hombre estaba también al lado del pesebre; “Debe ser el padre”, pensó Jacob. El bebito parecía dormido y la joven madre miraba asombrada a los pastores arrodillados ante él.

Jacob caminó hacia donde estaba su padre y se arrodilló a su lado.
—Papá, ¿Es el Salvador? ¿El de la profecía?
—Sí, Jacob. El Salvador de nuestro pueblo y del mundo entero.

El niño dirigió su mirada hacia el pesebre y luego hacia la joven madre, quien de pronto lo miró a él también. Ella le sonrió dulcemente y Jacob, por un momento, olvidó toda la tristeza que había en su corazón y le devolvió el gesto con una tímida sonrisa.

En ese instante, se escucharon ruidos en la calle: era otro grupo de pastores que se acercaba al establo. Jacob, su padre y los demás se pusieron de pie para dejarlos pasar. Uno de los que venían con el grupo, un viejo pastor, cargaba en sus brazos algo cubierto con una manta. Cuando el pastor llegó a la entrada del establo, lo puso a un lado, en el suelo.

De pronto, un inquieto animalito dejó caer la manta, levantándose sobre sus cuatro patas, sacudió la cabeza y comenzó a mover sus largas orejas.

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