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La más bella música

por José M. Garay

A la mañana siguiente, muy temprano, el padre de Jacob lo despertó, y juntos prepararon las cosas para el viaje. Antes de salir, aseguraron las puertas y las ventanas, y le pidieron a su vecina que vigilara la casa de vez en cuando. Sacaron al rebaño del corral y se dirigieron hacia las afueras de Betfagué. Allí les esperaba un grupo de pastores, también con sus ovejas. Una vez juntos, iniciaron el viaje hacia el Sur.

En el camino, Jacob iba con las ovejas y detrás iba su padre, conversando con los otros pastores. Cada cierto tiempo, se detenían a descansar o a beber agua en el río. En esos momentos apacibles, el niño recordaba aún más al burrito.

Le venían a la mente imágenes del animalito, acompañándolo en todo momento, ayudándolo en el campo a reunir el rebaño, escuchando sus historias sobre los primeros hombres que habitaron estas tierras, moviendo las orejas cuando se sentía feliz, y lo valiente que fue cuando se enfrentó con el lobo en el bosque —allí paraba de recordar, ya que no quería sufrir más con las cosas tristes que sucedieron después—.

De rato en rato, su padre se acercaba a caminar junto con él y trataba de entretenerlo, contándole acerca de otros pueblos y lugares que había visitado o de los cuales había escuchado.

Aquel atardecer fue uno de los más bellos que Jacob había visto en su corta vida. Incluso su padre y los demás pastores se quedaron maravillados, mirando el sol ponerse en el horizonte. Poco a poco, el azul del cielo se llenó de estrellas.

Esa noche, las ovejas estaban inusualmente inquietas. No hacía mucho frío, pero algo extraño se sentía en el ambiente. Como si todo —los astros en el firmamento, el viento sobre las copas de los árboles, el rebaño que pastaba en el valle, incluso los pastores que vigilaban el ganado— estuviera a la espera de que algo fuera a suceder.

Jacob, invadido por extrañas emociones, sintió escalofríos y se metió en la pequeña tienda de campo que había preparado su padre. Afuera, en el campamento, los pastores habían encendido una fogata; y mientras algunos se calentaban alrededor de ella, otros vigilaban el rebaño. Su padre permanecía en vigilia con ellos. El niño, dentro de la tienda, trataba de escuchar los sonidos de la noche; pero solo podía oír el rumor de la fogata consumiéndose. Luego de un rato, se quedó profundamente dormido.

Cerca de la medianoche, un sonido que jamás había escuchado le despertó: eran muchas voces y parecían provenir de lejos; unas hablaban susurrando y otras cantaban. Aunque no podía entender lo que decían, Jacob sentía la más bella música en su corazón. Entonces, abrió los ojos y vio una intensa luz que venía de afuera. Pensó que estaba soñando, así que se quedó allí echado. No tenía miedo; por el contrario, los coros que escuchaba le llenaban de paz.

De pronto, la luz desapareció y se quedó todo oscuro. Jacob aún no salía de su asombro, cuando su padre entró a la tienda:
—Hijo, levántate. ¡Nos vamos! —decía mientras buscaba apresurado su zurrón.
—Pero ¿qué pasó, papá? ¿Qué fue eso? —El niño ya se había dado cuenta de que no era un sueño.
—¡Eran mensajeros, Jacob! ¡Mensajeros de Dios!...
—¿Mensajeros de Dios?
—Mira, hijo, no te lo puedo explicar; pero parece que algo importante ha sucedido muy cerca de aquí.
—¡Qué, papá! ¿Qué es lo que ha sucedido?
—No estoy seguro. Pero todos estamos yendo para allá. ¡Vamos rápido, que los demás nos dejan!
—Papá, por favor, ¡dime a dónde vamos!
—A Belén, hijo. ¡Nos vamos a Belén!

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