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La noche triste de Jacob

por José M. Garay

Era una noche fría en Betfagué. La luna alumbraba la calle y los techos de las casas. En el pueblo, todo parecía estar muy tranquilo; pero, en los alrededores, era todo lo contrario. Los pastores del pueblo habían salido con antorchas, palos y cuchillos a cazar al lobo que estaba acabando con el ganado: ya había robado trece ovejas e incluso había herido gravemente a uno de los pastores más viejos.

Unas cuantas semanas habían pasado desde el encuentro de Jacob con el animal. El padre de Jacob, quien ya había regresado de su viaje, lideraba uno de los grupos. Antes de salir de la casa, le dijo a Jacob que cerrara bien la puerta y las ventanas, y que no dejara salir al burrito.

El borrico estaba un poco nervioso. Miraba a Jacob con sus ojos húmedos, mientras el niño le acariciaba la crin para calmarlo:
—No te preocupes, burrito. Verás cómo esta noche atrapan al lobo. ¡Ya lo verás!

Luego de unas horas, el animalito se había quedado dormido. El niño lo acomodó al pie de su cama y lo tapó con una manta. De pronto, escuchó gritos a lo lejos y fue corriendo hasta la ventana para ver qué pasaba. Desde las afueras del poblado, venía una multitud celebrando con alegría. Jacob salió hasta la puerta de la casa y se quedó mirando la marcha triunfante de pastores que pasaba por allí. Entre ellos vio a su padre, quien exclamaba junto con los demás: —¡Lo atrapamos! ¡Lo hicimos! —Uno de los hombres del pueblo cargaba, sobre sus hombros, un saco que parecía contener un animal muerto. “¡El lobo!”, pensó asombrado.

Jacob corrió tras la multitud y la siguió hasta el centro del poblado. Logró encontrar,  entre la gente, la mirada de su padre, quien de lejos le sonrió y le levantó el dedo pulgar, en señal de que ya todo estaba bien. Sin embargo, la noche se puso aún más fría, y el niño tuvo un mal presentimiento.

Mientras los pastores contaban a los demás cómo habían atrapado al animal, Jacob se acercó al saco donde estaba el lobo muerto. Sin que se dieran cuenta, lo abrió con mucho cuidado. Al ver lo que había dentro, se quedó atónito, como si le estuvieran apretando el corazón. Rápidamente, reaccionó y se abrió paso entre la gente, hasta que llegó donde estaba su padre:
—¡Papá! El lobo que atraparon...
—Sí, hijo. ¡Lo atrapamos! —repetía su padre, con una sonrisa en el rostro.
—¡El lobo que han atrapado... no es el lobo que nosotros vimos!
—¿Estás seguro, Jacob? ¿Por qué crees eso? —La sonrisa de su padre se había desvanecido.
—¡El color, papá! ¡El lobo que está en ese saco es gris, y el que nos atacó… era negro!

Jacob nunca había visto a su padre fruncir el ceño tanto como en ese momento. Y justo cuando le iba a preguntar algo más, se escucharon los gritos de una mujer hacia las afueras del poblado. Todos comenzaron a correr hacia allá. El niño y su padre corrieron aún más rápido apenas se dieron cuenta de que los alaridos venían en dirección de su casa. Era su vecina, quien gritaba asustada:
—¡Se lo llevó! ¡Pobre animalito! ¡Se lo llevó!

Al llegar Jacob, lo primero que vio fue la puerta de su casa abierta y unas manchas de sangre en el suelo. Sintió un frío que le heló el corazón y sus ojos se llenaron de lágrimas. Su padre lo tomó del brazo, pero el niño se soltó con fuerza y corrió hacia adentro.

El humilde pastor ya se imaginaba lo que había sucedido; miró a su vecina y ella, también con la mirada, se lo confirmó. Todos los que estaban afuera de la casa se  quedaron en silencio. Jacob no salía. Luego de unos minutos, comenzaron a escucharse sus suaves gemidos. Su padre entró y vio que la casa estaba toda revuelta. Jacob, de rodillas al pie de su cama, sostenía una manta. Con profunda tristeza, sollozaba:
—¡Es mi culpa! ¡Dejé la puerta abierta! ¡Lo siento, papá!
—¡Jacob, escúchame! ¡Mírame, hijo! ¡Deja de echarte la culpa! Voy a salir a buscar a ese lobo. ¡Él es el único culpable de todo esto! Por favor, ¡quédate aquí! Y por ningún motivo vayas a salir, ¿me entendiste?
—Sí, papá —le respondió con voz temblorosa.

Mientras se recostaba en su cama, Jacob iba secándose las lágrimas. Escuchaba que, afuera de la casa, su padre y un grupo de hombres del pueblo se organizaban para ir en búsqueda del lobo y del borrico. Poco a poco, las voces fueron alejándose y el silencio llenó la pequeña casita de adobe.

El niño, en voz baja, comenzó a rezar: “Oh, Señor: Tú que todo lo puedes, haz que mi burrito aún esté vivo. Él es bueno, a mi papá y a mí nos hace compañía y nos ayuda a cuidar a las ovejas. ¿Sabes?, es mi mejor amigo. Te prometo que estudiaré más y me portaré bien. Pero, por favor, ¡sálvalo!”

Su padre, con una antorcha en una mano y un cuchillo en la otra, iba con su grupo hacia el bosque. Angustiado y en silencio, elevó también una oración al Cielo.

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