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El burrito valiente

por José M. Garay

—Jacob, me iré de viaje por unos días. Necesito atender unos negocios familiares —le dijo su padre una mañana.
—¿Viaje? ¿A dónde? —preguntó el pequeño.
—A Galilea.
—Papi, ¿puedo ir contigo? ¡Por favor!
—No, hijo. Te quedarás cuidando la casa, el rebaño y, por supuesto, a tu borrico.
—Bueno, está bien —dijo no tan convencido—. ¿Y por cuánto tiempo?
—Solo será una semana. Me voy con una caravana que sale esta tarde.
—Está bien, papá. No te preocupes por nosotros.

Esa primera noche solos, ni Jacob ni el burrito podían dormir.
—Esta es la primera vez que me quedo solo cuidando la casa, ¿sabes? La última vez que papá se fue de viaje, nos quedamos mi mamá y yo. Tampoco podíamos dormir. Ella me contaba historias sobre los primeros hombres que habitaron estas tierras, ¡me gustan esas historias! Una vez me contó sobre una torre, construida por ellos para llegar al cielo, que no le agradó para nada a Dios; así que los confundió a todos. De esa manera fue como se crearon los idiomas en el mundo.

El pequeño borrico miraba atentamente al niño, como si en verdad pudiera entenderle. Jacob prosiguió:
—Mi preferida era la historia del hombre más fuerte que haya existido sobre la Tierra; se llamaba Sansón. El secreto de su fuerza estaba en su larga cabellera. Pero ni siquiera este hombre pudo contra el adversario más sagaz de todos: una mujer. Mamá siempre me decía: “la mujer puede ser la causa de tu mayor felicidad o de tu mayor sufrimiento”. Hasta ahora no lo comprendo. Cuando se lo pregunté a mi padre, me dijo lo de siempre: que cuando sea grande, lo iba a entender.

A Jacob ya le estaba dando sueño; así que se tapó con una manta y también tapó al burrito, que estaba al pie de su cama. Le acarició la crin y le dijo: —Buenas noches, burrito. —Y luego de un rato, ambos se quedaron dormidos.

Después de unos días, Jacob y el pequeño borrico llevaron a las ovejas a pastar al campo, a las afueras del poblado. El niño había llevado un poco del queso de cabra que le había regalado su vecina. Por la tarde, mientras el rebaño pastaba, comieron el queso, y luego Jacob se echó a descansar. El borrico se quedó vigilando el rebaño. Cuando una de las ovejas se alejaba mucho del grupo, iba corriendo a traerla. Se pasó así el resto de la tarde, hasta que se ocultó el sol.

De un momento a otro, el fuerte balido de una oveja despertó a Jacob. El niño se levantó y comenzó a buscar de dónde provenía. El burrito, que también lo había escuchado, comenzó a correr hacia el bosque, donde había ingresado una parte del rebaño. Jacob corrió tras él, y al llegar, ambos se quedaron paralizados, inmóviles al ver ante ellos un enorme lobo de pelaje negro y ojos rojos, que gruñía mostrando sus afilados dientes a las asustadas ovejas.

El pequeño borrico, sin pensarlo dos veces, corrió hacia el animal, que era tres veces más grande que él. Rápidamente, se dio la vuelta, y apoyándose sobre sus patas delanteras, le dio tal patada, que le hizo retroceder unos cuantos pasos. El lobo, enfurecido, se disponía a atacar al burrito, cuando una lluvia de piedras comenzó a caerle en la cabeza. Era Jacob, que se había armado de unas cuantas y se las estaba arrojando. El borrico, rebuznando con furia, se interpuso entre las ovejas y el lobo; y este no tuvo más remedio que alejarse del lugar.

Cuando el peligro ya había pasado, el niño le dijo: —¡Fuiste muy valiente, burrito! Pero ahora tenemos que avisar a los demás. ¡Vayámonos pronto de aquí!

Mientras Jacob y el valiente burrito regresaban al pueblo, desde la oscuridad del bosque, con los ojos enrojecidos de la cólera, algo los observaba.

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