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El pequeño Jacob

por José M. Garay

Jacob era un niño de tez marrón y enormes ojos color café, iguales a los de su madre. Para sus ocho años, era bastante despierto y siempre tenía una pregunta que ponía en aprietos a su padre: ¿Por qué el sol se oculta por el Oeste? ¿Cómo hizo Noé para mantener limpia el arca con tantos animales dentro? ¿Qué estaba pensando Dios cuando le pidió a Abraham que sacrifique a su propio hijo? ¿Por qué la crin de los burros es de un color y su pelaje, de otro color? Cuando el humilde pastor ya no sabía qué responder, simplemente le decía: —Algún día, cuando seas mayor, lo entenderás.

A Jacob le gustaba la escuela, pero le entusiasmaba mucho más ayudar con el pastoreo del rebaño. Esperaba con ansias la llegada de la primavera porque era la temporada en la que llevaban las ovejas a pastar por las noches, encendían fogatas y si el cielo estaba despejado, el paisaje nocturno del campo se ponía aún más bello bajo la luz de las estrellas.

El niño y su borrico ya se habían convertido en mejores amigos. Se entendían muy bien. Jacob le había enseñado muchas cosas acerca del pastoreo, así que el burrito pronto se convirtió en un ayudante eficaz.

Una tarde, ambos llevaron el rebaño a pastar al Monte de los Olivos. Jacob y el borrico subieron hasta la cima; desde donde se podía ver el poblado, las verdes praderas alrededor e incluso parte del desierto de Judea. Se quedaron sentados observando el atardecer. Cuando el sol terminó de ponerse y el cielo naranja comenzó a transformarse en violeta, el niño le dijo a su burrito:
—¿Sabes? Este es mi lugar secreto. A partir de hoy, será nuestro lugar, ¿está bien?
El borrico movió sus largas orejas. Jacob sabía que cuando las movía así, era que estaba feliz.

El animalito pronto se convirtió en todo un personaje en Betfagué. Como acompañaba al niño a todos lados, la gente decía que eran inseparables: cuando Jacob pastoreaba el rebaño, el burrito estaba allí con él; cuando iba al mercado con su padre, el borrico iba detrás con ellos; y cuando iba a la escuela, el animalito le esperaba afuera hasta la hora de salida.

Por la noche, cuando su padre llegaba a casa, casi siempre lo encontraba terminando apuradamente las tareas de la escuela. El humilde pastor sabía que el niño prefería pastorear las ovejas con el burrito en lugar de hacer sus deberes escolares. Así que impuso, como regla de la casa, terminar las tareas antes de salir. Al principio, esto le molestó a Jacob, pero con el pasar de los días, entendió que era lo mejor para él.

Aunque Jacob y su padre nunca hablaban acerca de su difunta madre, ambos sabían que, estando ellos solos, tenían que cuidarse el uno al otro. Todas las noches, antes de apagar las luces de la casa, Jacob se aseguraba de que el burrito ya hubiese cerrado los ojos; luego, se acercaba a la cama de su padre para darle las buenas noches. Aunque la mayoría de las veces, su padre, cansado por el trabajo, parecía haberse quedado dormido; Jacob nunca dejaba de darle un beso en la frente. Para el humilde pastor, era el momento más feliz del día.

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