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Sorpresa en el establo

por José M. Garay

Hace muchos años, en el antiguo Israel, vivía un niño llamado Jacob. Era el hijo único de un humilde pastor, que había quedado viudo un tiempo atrás. Padre e hijo habitaban una pequeña casita de adobe en las afueras del poblado de Betfagué.

Una mañana, muy temprano, el padre de Jacob lo despertó exaltado:
—Hijo, levántate ya. ¡Anda, vamos!
—Papá, pero es sábado... —decía Jacob, aún con los ojitos cerrados.
—Hágame caso, mi niño. ¡Le tengo una sorpresita!
—¡¿Sorpresa?! —Esa palabra terminó de quitarle el sueño.

Su padre le alcanzó un vaso con leche recién ordeñada. Como a Jacob no le gustaba la leche de cabra, tuvo que quedarse vigilando hasta que se terminara la última gota. Jacob se cambió de ropa y, de la mano de su padre, salió de la casa pensando para sí qué sorpresa podría haberle preparado. Sabía que no era un juguete, porque se lo hubiera dado dentro de la casa. “Pero... ¿qué será? ¿qué será?”, seguía pensando mientras caminaban apresurados hacia el establo de un amigo de su padre.

—Hijo, entra al establo. Tu sorpresa te espera.
—¿Qué es, papá?... ¡Qué! —preguntaba impaciente.
—Solo entra y lo averiguarás.

Jacob abrió la pequeña reja de madera y entró al establo. No era un lugar muy grande, pero estaba oscuro, excepto por los rayitos de luz que se filtraban por el techo y las paredes. Caminaba con cuidado entre la paja, observándolo todo. Cuando menos lo esperaba, escuchó unos pasitos algo torpes hacia un lado. Le entró un poco de miedo —incluso pensó en regresar a la puerta y salir de allí—; pero, inmediatamente, escuchó un suave rebuzno.

Se quedó inmóvil. Y luego de unos segundos, decidió acercarse al montículo de paja de donde provenía el sonido. Cuando miró lo que había detrás, su ansiedad se convirtió en asombro y una sonrisa de felicidad le llenó el rostro: era un pequeño borrico.

Con el animalito de pelaje gris en sus brazos, salió del establo y corrió hacia su padre, quien estaba conversando con su amigo:
—Papá, ¿este burrito es mi sorpresa? —preguntó emocionado.
Su padre volteó a mirar a su amigo, quien respondió amablemente:
—El burrito es tuyo... si lo quieres.
—¡Sí! ¡Sí lo quiero! ¡Muchas gracias! —gritaba alegremente el pequeño Jacob.
—Muy bien; solo hay algunas recomendaciones que debo darte.

Mientras regresaban a casa, con el nuevo miembro de la familia, Jacob iba repitiendo en voz alta las recomendaciones que había recibido. Su padre, en silencio, pensaba que talvez el animalito podría ser una buena compañía para su hijo; quien, desde la muerte de su madre, ya no salía a jugar con los otros niños. Hacía mucho tiempo que no le había visto tan contento.

Antes de entrar a la casa, Jacob detuvo a su padre:
—Gracias, papi. ¡Te quiero mucho!
—Yo también te quiero —dijo sonriéndole y sin dejar de mirarle a los ojos.

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